sábado, abril 16, 2016

Las tejedoras

 por Luciano Doti, Patricio G. Bazán & Erath Juárez Hernández
 
El Señor Li Yuan T’ang, terror de las estepas, ignoró homenajes y súplicas que lanzaban sus súbditos a medida que avanzaba hacia su tienda, montado en su magnífico caballo negro que piafaba nervioso. Él también lo estaba: tomaba lo que quería y nada se le negaba, excepto esa potranca extranjera que había raptado. Bien, esta noche sería suya. Penetró en sus aposentos dispuesto a domesticarla, pero en cambio se topó con tres ancianas horribles que lo señalaron:
—No puedes hacerlo.
—¿Y ustedes quienes son para impedírmelo?
—Hemos consultado al oráculo y se nos ha dado una profecía: El señor de las estepas procreará un hijo bastardo quien más tarde lo despojará de todo lo que posee y beberá su sangre.
Li Yuan se carcajeó y después de ordenar que mataran a azotes a las tres brujas, se ocupó de ultrajar a la extranjera toda la noche, para luego dárselas a sus soldados para que hicieran con ella lo que quisieran.
Cuando la extranjera ya sucumbía agotada tras la sobredosis de virilidad recibida, fue erróneamente dada por muerta. Entonces, se le aparecieron las tres brujas tejedoras provenientes del inframundo.
—No tienes por qué morir. Te ofrecemos un pacto para seguir viviendo.
La extranjera, encinta, lo aceptó.
Así, sin saberlo, Li Yuan se convirtió en padre de un niño que de adulto cumplió la profecía.
Por alguna razón, madre e hijo rehuían al ajo y no se exponían nunca bajo el sol.

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viernes, abril 01, 2016

Placeres palaciegos

por Luciano Doti
 
La emperatriz era  una dama de temer. Nadie se atrevía a contradecirla. Al morir su padre, siendo la mayor de sus hijas, y sin un heredero varón, ella se convirtió en la soberana de ese territorio. Nunca se le conoció marido, pero era vox populi que en la corte las costumbres eran licenciosas. Extramuros se mantenía una disciplina marcial, sus soldados velaban permanentemente para que el pueblo no hiciera lo que su Señora hacía en el palacio.
Los soldados no sólo debían prestar servicio en las calles, a veces eran requeridos en el palacio; la emperatriz era quien los solicitaba. Así pasaban de a dos o tres. Ella era joven, exigente, se le había antojado conocerlos a todos.
La emperatriz tenía largas y hermosas piernas que uno de los soldados sabía usar cual bufanda, sobre sus hombros, rodeando su cuello. Pronto ese soldado ganó un lugar preponderante en la corte, como ministro. Allí lo miraban con desdén, lo consideraban un mero arribista proveniente de una casta inferior.
El nuevo ministro no era un gran orador, pero era muy hábil en el manejo de su lengua.

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